Downing Street
Cuentan (me contó mi abuela, a quien le gustan las historias monárquicas y de gente de importancia) que una tarde, de esas lluviosísimas en Londres, llegó Sir Winston Churchill a su residencia. No cargaba con muy buen humor. En el transcurso del jardín a la puerta principal el puro se le había mojado, y eso no era cosa para estar contento. Además aún no lograba convencer a Stalin de entrar aliados, ya con Rossevelt, contra la Alemania de esos años. No había, entonces, razones para un mejor semblante.
De todos modos era el hombre de Inglaterra, y con más razón el hombre de su casa. El semblante duro lo llevaba él y el suavecito Lady Randolph, su mujer.
Era la hora en que se acostumbra beber té. Ella, acompañada de una condesa, le daba besos a su taza y charlaba asuntos de casa y de familias. También comían galletas y la amiga no dejaba de llenar su taza, parlar y echarle leche. (Incluso remojaba la galleta.)
Cuando Sir Churchill entró y se encontró a la vieja pedorrona que llevaba el título de Condesa, pensó que era lo último qué podía faltarle. Sin embargo, por respeto, se sentó con ellas.
Lady Randolph sabía que ni Winston ni su amiga congeniaban, así que puso cara entre sumisa y asustada. Miró al fondo de su taza y se puso a pensar que no era hora para que el Primer Ministro del United Kingdom se encontrara ya en su casa, y en esas andaba cuando interrumpió la voz de su marido y le pidió que le extendiera la correspondencia.
La condesa, por su parte, se miró las manos, más bien garras, y le dijo lo siguiente:.
-Si usted fuera mi marido le ponía veneno en el té.
(Porque Sir Churchill, para entonces, ya había ordenado un té.)
Él despegó los labios de la taza, luego la vista de una carta-telegrama procedente de Edimburgo. Pensó en arpías. Sacó un puro y encendió:
-Si usted fuera mi mujer- le dijo -me lo tomaba.
2 Comments:
pues sí.
Si viera mi abuelita cuando cambié esta historia. jeje.
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