Tríptico
Para Lilián Vázquez
No tomar el bus porque es tarde. Demasiado tarde para llegar a tiempo. ¿Por qué preocuparse y tomar el bus? Ya habrá explicaciones, como dices, o pretextos místicos para disculparnos o disculparme. Más bien disculparme. Convencerte que llegar cinco minutos después de lo acordado es retrasarse, y todo entonces que habría luego que hacer ya no es lo mismo, todo cambia. Es mejor, ahora lo pienso, tomar los teléfonos y cambiar los planes. Engañarnos el destino aunque sea un poco. Y no podemos porque al final de todo entre los dos no existen las llamadas celulares y tú estás en el café, o en algún punto de la calle (porque te gustan los puntos determinados de las calles) aguardándome. Qué hacer entonces con aquello del destino. Con mi costumbre de pensarlo y darle nombre. Darle cuerpo, a veces, y evadirlo. Y lo evado y lo comprendes, porque preguntas la hora a más de cinco transeúntes y mis pasos, al final del día, no se acercan al punto determinado que acordaste, y ahora estarás abandonando.
*
Pero sucede que de pronto cae tu nombre mientras se anda por la calle, como de pronto cae la lluvia del verano, o como caen al mismo instante los vendedores de paraguas e impermeables. De la nada o con el agua cae tu nombre. Y pasa que busco entre los cláxones y el ruido gris del aguacero y me encuentro a una muchacha delgada y con paraguas. Comprendo entonces de dónde cae tu nombre. No tan quitada de la pena la muchacha avanza. Salta uno que otro charco inútilmente. La Maga se recoge la punta del vestido de modo que se olvida de momento del paraguas y se moja las espaldas. La muchacha, que es La Maga, se toma el alto de la esquina y el último claxon a su nombre. Se cuela entre la lluvia, muy pronto muy postal muy Montparnasse, y La Maga entra al parque. Es tiempo entonces de buscar un buen café y ordenar a la mesera un poco de poesía. Limítese a la carta, por favor, te dice con la mueca del que jura estar hablando con un loco. Cambias tu orden y le informas que dada la circunstancia tomarás sólo café. De pronto mi omóplato derecho se queja de un dedo incesante. Cae tu nombre, vuelve de los parques y aquí está. Me señalas al hombre en el rincón más escondido del café (que antes, podría jurarlo, no estaba). Tiene algo de Kafka. Sobresale el bastón colgado en el respaldo de la silla. Su mano presionando la lectura con aire de liturgia. Los quevedos que ahora mismo se descalza para descansar la vista un poco. Todo esto en el justo momento en que tu dedo termina de trazarme la firma de la escena.
*
En fin que ordenas capuchino y compartimos el cigarro. Quizás piensas que compartirlo nos hace menos daño, como el escritor que busca a otros de su especie para no sentirse ni tan solo ni tan loco. En fin que lo comprendo y lo comprendes. Te firmo la idea y nos miramos. Veo que miras y escudriñas dentro de mis próximos veinte años, aunque yo preferiría no hablar de eso, ya lo sabes. Un poco por vanidad y otro poco por no cumplirlo, aunque, al final de todo, lo último sea también por vanidad y sea más grande. Pienso en Whitman, entonces, mientras tú piensas en Sábato. Y ninguno de los dos, claro, y como siempre, acaba satisfactoriamente por confirmarse. Cesa la lluvia en la cabeza y por fin digo algo inteligente. Te ofrezco, por ejemplo, una lectura en voz alta de un poema de Dolores Castro. O más bien es decir que tú me extiendes el permiso de soltarlo. Cosa que no deberías permitir tan fácilmente, ahora lo siento, porque eso de pensar en el vuelo de los pájaros o en el canto del hijo que no se tiene me pone triste. Sobretodo el hijo que no se tiene, que dan ganas de pedir disculpas, empaparse la camisa, arrodillarse hasta el mentón, por lo tenerlo, ¿o tú que piensas? Quizás hay cosas que no pueden contestarse. O que contrario a lo que se piensa sólo pueden resolverse en otro momento, incluso en el más absurdo. Cuando llevamos a la boca, por ejemplo, un buen bocado de fideos que acabamos de comprar en un fast food orientaloide del barrio chino, y de pronto, de la nada, como la lluvia del verano o la irrupción ráfaga de los vendedores de impermeables y paraguas, toda la respuesta, bruta, con todas sus palabras, sin piedad, como una gorda, se nos viene encima. Y entonces nos sentimos como mareados y le echamos la culpa a los fideos y pinches chinos. Y no sabemos en realidad el curso de la cabeza. Y luego camino en silencio y tú sigues con los fideos y ya no quiero. Y compartimos entonces otro cigarro. Y en el último segundo de lo-que-hayamos-hablado me doy cuenta que ahora, así de pronto, en la Plaza de San Juan, me dan miedo los perros. ¿O tú qué piensas?
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Pero sucede que de pronto cae tu nombre mientras se anda por la calle, como de pronto cae la lluvia del verano, o como caen al mismo instante los vendedores de paraguas e impermeables. De la nada o con el agua cae tu nombre. Y pasa que busco entre los cláxones y el ruido gris del aguacero y me encuentro a una muchacha delgada y con paraguas. Comprendo entonces de dónde cae tu nombre. No tan quitada de la pena la muchacha avanza. Salta uno que otro charco inútilmente. La Maga se recoge la punta del vestido de modo que se olvida de momento del paraguas y se moja las espaldas. La muchacha, que es La Maga, se toma el alto de la esquina y el último claxon a su nombre. Se cuela entre la lluvia, muy pronto muy postal muy Montparnasse, y La Maga entra al parque. Es tiempo entonces de buscar un buen café y ordenar a la mesera un poco de poesía. Limítese a la carta, por favor, te dice con la mueca del que jura estar hablando con un loco. Cambias tu orden y le informas que dada la circunstancia tomarás sólo café. De pronto mi omóplato derecho se queja de un dedo incesante. Cae tu nombre, vuelve de los parques y aquí está. Me señalas al hombre en el rincón más escondido del café (que antes, podría jurarlo, no estaba). Tiene algo de Kafka. Sobresale el bastón colgado en el respaldo de la silla. Su mano presionando la lectura con aire de liturgia. Los quevedos que ahora mismo se descalza para descansar la vista un poco. Todo esto en el justo momento en que tu dedo termina de trazarme la firma de la escena.
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En fin que ordenas capuchino y compartimos el cigarro. Quizás piensas que compartirlo nos hace menos daño, como el escritor que busca a otros de su especie para no sentirse ni tan solo ni tan loco. En fin que lo comprendo y lo comprendes. Te firmo la idea y nos miramos. Veo que miras y escudriñas dentro de mis próximos veinte años, aunque yo preferiría no hablar de eso, ya lo sabes. Un poco por vanidad y otro poco por no cumplirlo, aunque, al final de todo, lo último sea también por vanidad y sea más grande. Pienso en Whitman, entonces, mientras tú piensas en Sábato. Y ninguno de los dos, claro, y como siempre, acaba satisfactoriamente por confirmarse. Cesa la lluvia en la cabeza y por fin digo algo inteligente. Te ofrezco, por ejemplo, una lectura en voz alta de un poema de Dolores Castro. O más bien es decir que tú me extiendes el permiso de soltarlo. Cosa que no deberías permitir tan fácilmente, ahora lo siento, porque eso de pensar en el vuelo de los pájaros o en el canto del hijo que no se tiene me pone triste. Sobretodo el hijo que no se tiene, que dan ganas de pedir disculpas, empaparse la camisa, arrodillarse hasta el mentón, por lo tenerlo, ¿o tú que piensas? Quizás hay cosas que no pueden contestarse. O que contrario a lo que se piensa sólo pueden resolverse en otro momento, incluso en el más absurdo. Cuando llevamos a la boca, por ejemplo, un buen bocado de fideos que acabamos de comprar en un fast food orientaloide del barrio chino, y de pronto, de la nada, como la lluvia del verano o la irrupción ráfaga de los vendedores de impermeables y paraguas, toda la respuesta, bruta, con todas sus palabras, sin piedad, como una gorda, se nos viene encima. Y entonces nos sentimos como mareados y le echamos la culpa a los fideos y pinches chinos. Y no sabemos en realidad el curso de la cabeza. Y luego camino en silencio y tú sigues con los fideos y ya no quiero. Y compartimos entonces otro cigarro. Y en el último segundo de lo-que-hayamos-hablado me doy cuenta que ahora, así de pronto, en la Plaza de San Juan, me dan miedo los perros. ¿O tú qué piensas?
3 Comments:
Lilián. Where are you?
Lo que más me ha gustado de tú blog mi querido amigo y sólo me encuentro un comentario, Lilián manifiestate, muy chido gordito.
Memo
;D
Es que esa Lilián es chida. Me cae.
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