12.5.09

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Como siempre, llega el día en que me topo con el Tigre en algún punto del DF. No sobra decir que al Tigre Famélico se le encuentra más fácil en la calle o en el metro, coincidentemente, que de forma deliberada o insistente en el teléfono en su casa. El caso es que hoy me topo con el Tigre y mientras caminamos ―él hacia la entrega de un libro escatológico para un cliente escatológico, y yo a una charla en un centro de lectura en la Condesa, adonde me han mandado de la redacción para soplarme el ego de Solares y el catolicismo de Sicilia― la plática nos lleva a Max Ramos, también librero como el Tigre. Le digo que le visité recientemente en el Burroculto, un refugio de libros de ocasión que mantiene en un departamento de la Roma. Max Ramos cuenta historias maravillosas, me interrumpe el Tigre. Narra, por ejemplo, una anécdota que empieza con un tipo que entra a su biblioteca y decide allí mismo volarse los sesos. Imagino que el impacto de la bala le parte en dos el cerebro, pues me dice que una curva de sangre debió proyectarse contra los lomos de algunos libros. Tras el suicidio, alguien mete la biblioteca en cajas y las cajas van a dar ―no sabemos cómo― con Max Ramos. Pero qué historia tan interesante, le digo. ¿Y quién era el tipo? Eso no quiso compartirlo, zanja el Tigre. Entrados en el tema, yo le cuento que preparé para el periódico una entrevista con Max Ramos a propósito de la apertura del Burroculto. Le adelanto que arranca con lo que él llama lo enfermizo de su oficio. Lo enfermo, más bien, y que según Max Ramos tiene que ver con el papel de cuervo que algunos libreros imprimen a su modus operandi. Tiene colegas, por ejemplo, que cada mañana destinan unos minutos a la lectura de los obituarios en los diarios mientras toman su desayuno. Y por las noches, ya están en el sepelio puntualmente, vestidos de negro, deslizando su tarjeta en las manos de la viuda. No es el momento, disculpe usted, pero quizá después..., suele comunicarle el cuervo a la doliente. Más tarde desaparecen, mientras fraguan más vías para hacerse de la biblioteca del difunto. Max Ramos me aseguró que él no llega a tanto, le comparto al Tigre. Pero en realidad no nos importa, siempre y cuando así podamos continuar experimentando la sorpresa de saber, al alcance de la mano (si pudiéramos comprarlas, por supuesto), la existencia de primeras ediciones rubricadas por autores como André Breton o Tristan Tzara, por mencionar sólo dos casos. A los estantes de Max Ramos llegó también un día una primera edición de un Voltaire, añade el Tigre. Específicamente, el opúsculo que escribiera sobre el testamento de Richelieu. Creo, ahora lo pienso, que terminó malvendiéndolo en cerca de 10 mil pesos. Pero lo extraordinario del oficio no termina en estas cosas ni en los números, pues además abre sitio a la poesía. Retomando la historia del suicida, por ejemplo, el Tigre me cuenta que una vez que Max Ramos tuvo en su poder las cajas que contenían su biblioteca, se dispuso a acomodar los volúmenes meticulosamente en su nuevo estante. Quizá por temas, por autores, como fuera. El trance poético radica en que, mientras lo hacía, fue apareciendo en los lomos de los libros la firma que dejó el suicida. Una curva exacta y maravillosa de sangre, ya no tan roja..

2 Comments:

Blogger La Cordero said...

¿Sabe? Leía esto y me lo imaginé todo, todito, como si viera una película.
Hartos saludos, besos y abrazos Don Tristán.

mayo 13, 2009 11:17 a.m.  
Blogger Tristán said...

Te doblo los besos y los abrazos, Pato. Que tengas un día re bonito

mayo 19, 2009 11:27 p.m.  

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