4.5.12


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Cosas que he visto salir por una ventana:
Unos pantalones desde un tercer piso en Palermo, junto a la voz de una gorda que gritaba “¡i pantaloni!” Y yo con los pantaloni a la altura de mi cara, sujetándolo con dos dedos.
Una maceta desde un balcón en Oaxaca que casi descalabra a Peter, mientras tomábamos vino en un café de los portales.
Un avioncito de Aeroméxico.
Un rehilete.
La sombra alargada de una mujer desde un tejado, aunque no era una ventana.
Los ojos de un suicida y después el suicida; hecho mierda contra el suelo desde el quinto piso del Hotel Marqués del Valle.
Nuestro perro Brandy, amortiguando la caída con el barandal del balcón para luego continuar su trayecto seco hacia el suelo.
La música del piano de Beatriz Espejel, a quien había conocido en la presentación de una traducción de Cavafis, en Casa de Lago.
Muchos gritos: “¡Ya bajo!”, “¡No encuentro las llaves!”, “¡Chinga tu madre!”
Olor a comida: chile quemado, mantequilla, pescado, papás al horno, pipián, queso raclette.
Un huevo y varias llaves.
La llave de la casa que arrojaba encabronado papá cuando llegaba de madrugada.
La llave que me dio en el ojo.
La llave que me dio en los huevos.
La llave del departamento de Rivera; del llavero colgaba un pandita anaranjado.
La llave del departamento de Omar en la Roma. ¿Qué será de Omar?
La llave de la casa de Ricardo, quien no quiso saber más de mí cuando salimos una noche y conocí en el baño del antro a Omar.
¿Qué será de Omar?
La llave de la casa de Luciana después de volver de los cursos de alemán, en Zúrich.
La llave de la casa de los abuelos de Lena, ya en el DF.
La llave de la casa de sus papás.
La llave de la casa que le aventaba María a Roberto Benigni en La vita e bella.
Una llave de tuercas.
Las persianas de mi viejo departamento en la Insurgentes Mixcoac desde el décimo piso, contorsionándose en el aire, algunas estacionándose entre los cables de electricidad y los árboles, formando una constelación que encontré hermosa.
El vecino del 1003, en el mismo piso, aunque yo no lo vi, pero lo tengo presente: siempre amable y callado.
Las burbujas de jabón que soltaba a volar desde un segundo piso una niña preciosa con un moño rojo del tamaño de su cabeza.
Un Fernando Andriacci en Oaxaca, cual frisbee; acto vandálico de un par de borrachos. Habíamos bebido, ahora lo pienso, demasiado.
Un árbol de navidad seco.
Un escupitajo.
Una guácara.
Una colilla.
Una silla.
Un condón usado.
Una buena orinada de un grandísimo borracho hacia la fiesta en un jardín de una casa en El Pedregal, desde la ventana del baño.
Los besos que lanzaba desde un piso superior una puta elegante en Ámsterdam.
Las canciones de Cristóbal desde su cuarto en la hacienda mientras se bañaba.
Las tetas grandísimas de una morra en Hedingen; casi se viene de boca.
El boxer brief de un chico sobre la calle de Cádiz.
La mirada de un anciano detrás de una cortina blanca.
Mario fugándose, nada grácil, de su casa.
Mi mochila amarilla desde el quinto piso del edificio de la universidad, la Septién García.
La gorra de Adrián durante un simulacro de sismo en la prepa: “¡Sálvate tú!”
Un libro de matemáticas por la misma ventana que la gorra, introducido ilícitamente para un examen que igual reprobamos.
Un Frankenstein del 70.
Un osito de peluche que cayó en mis manos.
El olor del perfume de mi tía, Giorgio Beverly Hills, versión clásica.
Un partido de futbol.
Una estación de radio bogotana.
El noticiero con Joaquín López Dóriga.
Una canción de The Velvet Underground.
Otra de Sigur Rós, Hoppipolla, y yo deteniéndome en la banqueta, encendiendo un cigarro, recargando las nalgas en la puerta de un Mustang, dispuesto a escucharla.
Otra colilla, esta vez encendida.
Un avioncito espléndido de papel.
Un olor como a muerte.
La sensación de que en un piso alguien se estaba matando.
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