13.4.11

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Leer los últimos días de un escritor peleado con la vida siempre da hueva, la verdad. O tal vez sólo tedio, pero algo parecido da. Así que cuando tomé del estante El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco lo dudé un poco. Incluso ya me llevaba a Elfriede Jelinek pero al final volví por él. Ya en otra ocasión tomaría a Elfriede, también peleada con la vida, multiplicado el odio, acaso miedo ―más bien miedo―, por dos. El caso es salí del FCE de Miguel de Quevedo con Charles Bukowsky en la mochila, el gran borracho, y me vino muy bien.
El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco refleja, a manera de diario, el final de sus días. “No sé lo que le pasará a otras personas, pero yo, cuando me agacho para ponerme los zapatos por la mañana, pienso: Ah, Dios mío, ¿y ahora qué? Estoy jodido por la vida, no nos entendemos. Tengo que darle bocados pequeños, no engullirla toda. Es como tragar cubos de mierda”, escribe el viejo Bukowsky, de 73, meses antes de morir. Y uno no lo odia por más que él odie. Su odio te arroja hasta el otro extremo y no queda más que sonreírle a tu propia existencia, por más miserable que ésta se sienta, incluso anciana de tanto exceso.
Salud, Mr. Charles. Cuando tenga 70 y pico, si los cumplo, quisiera una chispa similar.
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