22.5.08

La sana convivencia

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Nadie sabe cuándo, cómo, ni quién lo permitió, pero el mundo tiene por costumbre convivir con monstruos. Puede un hombre de hocico holgado tomar el metro y es normal, ubicarse, incluso, en el asiento contiguo. Digamos que el labio inferior le cuelga como un reloj de Salvador Dalí, y que tiene un diente extraordinario, un hueso mala onda que se curva en dirección a la nariz (o a esa cosa amodorrada que supone la nariz). Puede brotarle en la sien derecha el intento de otra oreja o, en su caso, no tenerlas; contar con un segundo par de brazos en lugar de piernas y avanzar el mundo cual si fuera una mesita de centro. El asunto es que los monstruos nos vienen de lo más normal, y uno aplica, en su presencia, lo que siempre aplica en estos casos: mirarles de reojo, en un mal disimulo, o fruncir el ceño, como si las cejas percibieran el olor de algo que apesta, y es normal. —Ah, pero apenas viene un movimiento en falso por parte del monstruo y se nos priva el corazón. E, incluso, algunos se vuelven con un brinco hacia el fenómeno, como en posiciones de defensa en un ring de lucha libre. La mayoría, en realidad, no duda en replegarse hacia el fondo del vagón, pero las ganas por pegarle y abrirlo de su vista están bien vivas. Quieren matarle, eso es todo, o que no exista. Y en realidad le lincharían, por lo menos, a codazos, porque nadie en sus cabales supondría llegar al contacto con las manos. El caso es que los monstruos lo saben y entienden que vivir no acepta movimientos reaccionarios, como de pronto preguntar la hora o anunciarle a un joven que le cuelga un bicho en su camisa. Entonces viven con los ojos puestos hacia el suelo, en santa paz, mientras sienten, como siempre, las miradas, escudriñándoles la forma de sus cuerpos desde el asco, como recurriendo al gesto humano de quien retira un pelo de su propia boca..
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