20.7.10

UORBE 2

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Caminaba por la zona céntrica de Medellín, en Colombia, cuando de pronto desemboqué en el Parque de Bolívar. Era algo tarde y el sitio tenía algo de sombrío. Vi pasearse entre los árboles a algunos chicos que, supuse, se prostituían.
La ciudad se fundó al centro de un valle circundado por montañas que sobrepasan los 2 mil metros, y en cuyas faldas ―cada vez menos faldas― han ido trepando fraccionamientos y caseríos.
En otro momento estuve en alguna de las zonas altas menos favorecidas. Se trataba de una comuna de la cual no recuerdo el nombre, pero a bordo de una camioneta, sobre una carretera panorámica, me pareció pasar por el barrio donde debió vivir la madre de Alexis, aquel matón adolescente por el que se obsesiona Fernando Vallejo, o un escritor llamado Fernando en La virgen de los sicarios.
Fue hace cosa de un año y ahora me viene de nuevo Vallejo y la visita a Medellín a propósito de la publicación de su más reciente novela: El don de la vida. Sobre todo me viene por el Parque de Bolívar.
El autor, radicado en el DF desde hace 40 años, específicamente sobre la calle de Ámsterdam, en la Hipódromo Condesa, ofrece en el libro un recuento de su vida desde un rencor muy de él hacia la especie humana y un deseo profundo por su propia la muerte. Nunca dice “yo”, pero sin duda el viejo de sus páginas es un poco ―o no sé cuánto― él mismo.
Narra sus recuerdos a un compadre mientras conversan desde una banca de aquel parque.
Frente a ellos cruzan de vez en cuando algunos chicos, quienes a cambio de algunos pesos aceptarían moverse con el viejo, por ejemplo, al Hotel del Parque. Eso si le viene en gana al protagonista, porque de pronto también se muestra harto de la carne.
Puedo un poco imaginar a Vallejo bajo las mismas circunstancias aquí en el DF, en compañía, quizá, de su perra Quina, una cruza de alaskan malamute que hace algún tiempo se encontró en la calle. Y lo imagino no sobre una banca del Parque México o el España, que le quedan cerca, sino más bien en La Alameda o el Parque de San Juan, en el Centro. Asegurarlo sería inventar demasiado.
En El don de la vida el odio se deposita en la hipocresía, la política, la iglesia. Incluso la vejez y la pobreza. Es decir que en los pobres, como plaga. En cambio, se vanagloria al sexo y, sobre todo, a la muerte, porque Vallejo ―hay que decirlo― se siente muerto. O por lo menos eso le hace creer al mundo.
El personaje comparte con su autor la obsesión de llevar una libreta que va llenando con sus muertos.
Esto quiere decir que de verdad Vallejo lleva un listado de cada una de las personas que vio al menos una vez en su vida y que han partido. Desde amigos, familiares y enemigos hasta simples conocidos. Cabrían también amantes, como Alexis, por ejemplo, si es que ésta fuera su historia.
Hasta hace unos días llevaba 696 nombres. Con un poco de suerte llegaría en cosa de un mes a 700, según me dijo.
Y es que, a propósito de la novela, tuve oportunidad de visitarlo en su departamento.
Tras conocernos, podría decir que soy candidato ya a su lista. Sólo espero que el ingreso no sea pronto. O que él muera antes..

14.7.10

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El lunes falleció en un accidente automovilístico mi amiga Pili. Cuando la escuché despertar esa mañana, salir de su habitación y entrar al baño, el día no se me registraba aún como uno de esos tan tristes de la vida..
Te extrañaremos mucho en casa, doctora
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