30.6.10

UORBE 1

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Max Ramos cuenta historias maravillosas, me advierte el Tigre Famélico. Narra, por ejemplo, una anécdota que empieza con un tipo que entra a su biblioteca y decide allí mismo volarse los sesos. Imagino que el impacto de la bala le parte en dos el cerebro, pues dice que una curva de sangre debió proyectarse contra los lomos de algunos libros.
Tras el suicidio, alguien mete la biblioteca en cajas y las cajas van a dar ―no sabemos cómo― con Max Ramos.
Pero qué historia tan interesante, le digo. ¿Y quién era el tipo?
Eso no quiso compartirlo, zanja el Tigre.
Cabe decir que al Tigre Famélico se le encuentra más fácil en la calle o en el metro, coincidentemente, que de forma deliberada e insistente por cualquier medio. Su nombre es Roberto Ramos y acostumbra merodear la urbe en busca de ediciones extraordinarias, siempre ubicuo, como si de pronto fueran diez y se antoje en todos lados.
Como siempre, llega el día en que nos toca encontrarnos. La última vez al emerger de la estación Chilpancingo.
Mientras caminamos, la plática nos lleva a Max Ramos, librero, como el Tigre. Le digo que le visité recientemente en el Burroculto, un refugio de libros de ocasión que mantiene en un departamento de la Roma.
Es de ahí que me viene con lo del muerto.
Entrados en el tema, le cuento que durante la visita mi anfitrión se refirió al aspecto enfermizo de su oficio. Lo enfermo, más bien, y que según Max Ramos tiene que ver con el papel de cuervo que algunos libreros imprimen a su modus operandi. Tiene colegas, por ejemplo, que cada mañana destinan unos minutos a la lectura de los obituarios en los diarios mientras toman su desayuno. Y por las noches, acuden al sepelio, puntualmente, vestidos de negro, deslizando su tarjeta en las manos de la viuda.
No es el momento, disculpe usted, pero quizá después..., suele comunicarle el cuervo a la doliente. Más tarde desaparecen, mientras fraguan más vías para hacerse de la biblioteca del difunto.
Max Ramos me aseguró que él no llega a tanto, le comparto al Tigre. En realidad no nos importa, siempre y cuando así podamos continuar experimentando la sorpresa de saber, al alcance de la mano, la existencia de primeras ediciones rubricadas por autores como André Breton o Tristan Tzara, por mencionar sólo dos casos.
A sus estantes llegó también un día una primera edición de un Voltaire, añade el Tigre. Específicamente, el opúsculo que escribiera sobre el testamento de Richelieu. Creo, ahora lo pienso, que terminó malvendiéndolo en cerca de 10 mil pesos.
Pero lo extraordinario del oficio no termina en estas cosas ni en los números.
Retomando la historia del suicida, por ejemplo, el Tigre me cuenta que una vez que Max Ramos tuvo en su poder las cajas que contenían su biblioteca, se dispuso a acomodar los volúmenes meticulosamente en su nuevo estante. Quizá por temas, por autores, como fuera. Vino entonces un trance poético: Mientras lo hacía, fue apareciendo en los lomos de los libros la firma que dejó el suicida. Una curva exacta y maravillosa de sangre, ya no tan roja..
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