29.5.12

La Antigua Madero

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Un hombre emprende un recorrido entre las librerías de ocasión del DF buscando un título ya fuera del mercado sobre el método de pintura de Best Maugard, que recuerda haber visto de niño en la biblioteca de su madre. Entra en el número 12 de la calle de Madero y pregunta al encargado si de casualidad tendrá algún ejemplar. Éste lo toma de algún rincón, lo desempolva y se lo extiende. El hombre, apenas lo abre, comienza a llorar. "Era mi madre la propietaria de este libro", le dice al encargado mientras señala con el dedo tembloroso el nombre escrito a mano de una mujer, en la página 3.
En otra ocasión, llega al mismo establecimiento un chico que vendía un pequeño lote de libros usados. "No sea malo, don Enrique, deme por todos 50 pesos, mire que ando bien crudo..." Después de algunas negativas y, en respuesta, insistencias, el librero accede casi por compasión y le entrega el pago. Luego arrumba el material sin revisarlo siquiera, aunque cierta inquietud queda en el aire, algo le dijo alguna imagen, y después de un par de horas y liberar pendientes, vuelve por fin a ellos. Le llama la atención un lomo azul; lo abre y se va de frente. Era su libro de lectura de tercer año de primaria. Tenía su nombre: Enrique Fuentes Castilla, rotulado por mano de su madre y fechado en Saltillo, Coahuila. "Fue un mazazo a la memoria impresionante, una de las cosas más bellas que recuerdo", cuenta el librero.
Las anécdotas sucedieron en la Librería Madero, ubicada desde 1951 y hasta el año pasado en Madero 12 y reabierta recientemente, bajo el nombre de La Antigua Madero, en la esquina que hacen Isabel La Católica y San Jerónimo; San Jerónimo, calle hacia la cual don Enrique mandó a reproducir la imagen que Antonello da Messina pintara en 1470 de San Jerónimo de Estridón, quien vivió en el Siglo 4, entre los años 347 y 420, y que sería conocido como el Príncipe de los Traductores de la Biblia, hoy considerado el patrono de los libreros.
Tal vez el brazo mágico del destino, como en las anécdotas que cuenta, lo llevó a reabrir la librería precisamente en esa esquina. Pone entonces su futuro en manos de San Jerónimo; un futuro siempre incierto para un negocio en México cuando se trata de libros y lectores.
Pero la significación de su nueva dirección, Isabel La Católica 97, va más allá.
Conocida como la Casa de la Acequia, el inmueble vio nacer en 1898 a Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica, y en los últimos tiempos fue sede del Ateneo Español. En su interior se creó además la primera editorial del exilio republicano en México, Séneca; incluso conserva algunas de sus antiguas estanterías, que don Enrique mandó a restaurar para aprovecharlas en el nuevo giro.
Séneca vuelve de la memoria justo cuando lo visito en el establecimiento. Son las 12 del día de un miércoles y está cerrando la venta de una edición de Poeta en Nueva York, la primera que se publicó, en 1940, a cargo de José Bergamín, quien fundó el sello en esa casa tras abandonar España ante el triunfo de Franco. El manuscrito se lo había entregado el propio García Lorca poco antes de morir, en 1936.
El comprador, pasado de peso, metido en un traje, sostiene una conversación casual por su BlackBerry mientras se cierra la venta. Se le ve relajado, como si esperara cualquier cosa, que el cerillo del supermercado, por ejemplo, acabara de empacarle los huevos y la leche para salir del lugar. Don Enrique no revelaría cuánto pagó.
"No busco hacerme rico", precisa: "Se trata de satisfacer las necesidades, primero, de la librería; salarios, renta, luz, teléfono. No tengo empacho en decir que vivimos gracias a los que nos visitan, y vivimos bien, comemos diario, aunque hay que trabajar muy duro".
En realidad no le gusta hablar de cifras. Dice que los precios los determinan las circunstancias.
Don Enrique se hizo de la Madero, una de las librerías de ocasión con más tradición del DF, en 1987. Recuerda que la adquirió con deudas, rentas y nóminas no pagadas, demandas en juzgados y un descrédito total entre los proveedores. Pero aquél era más que un espacio de libros y le apostó, dejando atrás una vida que lo ligaba al turismo; trabajó por años para Viajes Abreu.
Fue fundada en 1951 por el español Tomás Espresate. Más tarde la dirigiría Ana María Cama, cuñada de Vicente Rojo. Vio nacer a la editorial ERA —la E es por Espresate— y fue punto de reunión de diversos intelectuales, el más famoso: León Felipe.
Fue la crisis la que llevó al cierre de la sede original en el número 12 de Madero; la renta era insostenible y las ventas habían menguado tras el emprendimiento de las obras que hicieron peatonal la calle.
Cuenta don Enrique que crisis, ha habido muchas, pero también luces: "Hace varios años, por ejemplo, la librería vendía un promedio de 4 mil pesos al mes, pero un sábado pasó un personaje que empezó a apartar muchos libros que se fueron acomodando en pilas; de pronto ya tenía como 8 mil 500 pesos sobre el mostrador".
Ese hombre no sólo se convertiría en cliente frecuente, sino que ahora le respondía con creces al ofrecerle la esquina de la Casa de la Acequia por una renta más allá de lo módico. Prefiere reservarse lo que paga y el nombre del propietario porque, dice, él así lo prefiere, y porque no le gusta, ya lo dijo, hablar de cifras. "Merece el respeto de no ser revelado".
La librería entra a su séptima década de existencia bajo esa protección y con mucho entusiasmo. Su sello, aclara, sigue allí: "Queremos seguir con el concepto de librería que tenía la Madero, de atención particular, personalizada, no necesariamente de saber dónde está un libro, sino de saber buscarlo aunque no lo tuviésemos; salir en busca del libro para traerlo al cliente. En eso tenemos un prestigio bien ganado".
Pero, ¿qué se puede hallar en la Antigua Madero? No hay respuestas claras, a no ser que cualquier o toda cosa, desde una primera edición de Luis Cernuda hasta una antigua reproducción de un códice maya publicada en España y que alguien le dejó a consignación buscando liquidez para pagar una deuda de hospitales. Este volumen podría costar en otro sitio hasta 40 mil pesos; en su establecimiento, no dice cuánto.
Sus clientes son también instituciones. A la Biblioteca Nacional de México, por ejemplo, le vendió alguna vez un testimonio ante la Real Audiencia de 1722 que da fe de la descendencia del Emperador Moctezuma, su árbol genealógico y escudos familiares, mientras que el Instituto Nacional de Antropología e Historia le compró un manuscrito del Siglo 18 que documenta la construcción del Convento de San Francisco. Cuánto cobraron el pintor y los canteros, o cuánto se usó de cal y de yeso, son algunas de las preguntas que responden sus páginas. "Procuramos que muchos de nuestros libros tengan un destinatario digno", subraya el librero.
Pero es el destinatario casual, el que pone el propio destino frente a un título, el que más motiva a don Enrique. Hay quien piensa, por ejemplo, que los libros de segunda mano tienen algo de malqueridos, pues por alguna razón sus propietarios originales decidieron dejarlos partir, que se abrieran en otras manos, pero eso es relativo: allí está el hombre que lloró frente al método de Best Maugard, o él mismo ante el reencuentro del librito de tercer año que lo devolvió a las clases una mañana fría, en Saltillo, a punto de sonar el timbre para el recreo, una vida después.

25.5.12

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Les vengo con otro anuncio, ustedes dispensen. Por iniciativa de Pharus, se publicó en Editorial Praxis esta antología, Desde el fondo de la tierra, Poetas jóvenes de Oaxaca. Compilada por Carlos López, incluye poemas de 22 autores, entre ellos Sonia Prudente López, Sllenii Sánchez Gabriel, Óscar Tanat, Enrique Arnaud Blum, Yendi Ramos, Jesús Rito García, Ibán de León Santiago, Saúl Díaz, Juan Pablo Vasconcelos, Jorge Solana Aguirre, Didier López Carpio, incluso me integran, lo cual agradezco a Carlos de aquí a Oaxaca. Se presentará el sábado 2 de junio a las 7 de la noche en la Biblioteca del IAGO, allá en Oaxaca. Ojo, en su biblioteca, no en el IAGO; que está en Avenida Juárez 203. Presentan Guadalupe Ángela, Luis Manuel Amador y Omar Fabián. Si andan por mi pueblo, no dejen de asistir y comprar un ejemplar. Pondré, como muestra, un poema de Sllenii en el Pájaro, por si quieren asomarse. Y bueno, eso es todo. Volvamos con la programación habitual de la Lumbre Culebra: el silencio.

19.5.12

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Muy pronto, en su Educal más cercana. No tan pronto, en las Gandhi y FCE. 60 pesos míseros cuesta, así que cómprenlo. La ilustración en portada es de Jimena Schlaepfer.

17.5.12

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Los deudos de Carlos Fuentes eran más que los amigos, más que la comunidad de escritores y los miembros vivos del Boom, más que la propia Silvia Lemus y Cecilia Fuentes Macedo, su esposa e hija (del primer matrimonio); estaban sobre la Explanada del Palacio de Bellas Artes y eran cientos, aguardando el acceso para llorar su parte.
La viuda pensó en ellos justo cuando los lectores ingresaron por fin al recinto, convertido hacía unos minutos en un búnker debido a la presencia en el homenaje del Presidente de México; un letrero con la frase "aquí nadie entra" parecía colgar de los brazos cruzados de cada elemento del Estado Mayor.
"Fuentes, amigo, el pueblo está contigo", gritaban ante la cerrazón. O "Carlos Fuentes es del pueblo, no del Gobierno".
Cuando al fin se retiró Felipe Calderón y entraron, Silvia Lemus los vio desfilar frente al féretro y se le vino la emoción encima: "Me emociona tanta espotaneidad... cariño y admiración es lo qué el merece".
Mientras lo decía, pareció de pronto más frágil y más delgada; más rubia, por ir de luto, o "güerita".
"Güerita" fue la última palabra que escuchó del autor. "Así me decía, 'Güerita', y 'güerita' dijo cuando le dije, 'Carlos, vamos al hospital', porque no quería ir. Estaban allí los médicos y volví a decirle: 'Carlos, tenemos que irnos al hospital', y entonces dijo, 'Sí, güerita'".
Apenas pudo despedirse: "No sabíamos que debíamos despedirnos", dijo con un hilo de voz.
Pero ayer se le despidió, y en grande, entre aplausos y vivas que venían, sobre todo, de quienes habían tomado la explanada y exigían entrar. Había muerto, de una hemorragia intestinal asintomática, la voz referencial viva de la literatura mexicana contemporánea.
Estaban ahí diversos amigos de quien escribiera títulos como La región más transparente, Aura o La muerte de Artemio Cruz: José Luis Cuevas, Laura Esquivel, Elena Poniatowska, Héctor Aguilar Camín, Porfirio Muñoz Ledo, Adolfo Castañón, Gonzalo Celorio, Ignacio Padilla, Ramón Xirau, Carlos Prieto, Jaime Labastida, Ángeles Mastretta, "La China" Mendoza, Vicente Quirarte, Pilar del Río, Felipe Garrido, Víctor Flores Olea, José María Pérez Gay, Federico Reyes Heroles, entre muchos otros; de Gabriel García Márquez, nada.
La ceremonia estaría encabezada por la viuda, acompañada del Presidente y el Jefe de Gobierno Marcelo Ebrard.
El primero destacó que "Fuentes había muerto para ser amado más"; el segundo, su condición de "abogado de la Nación". "Era ante todo el abogado de la esperanza mexicana", señaló.
Pero el orador principal sería Federico Reyes Heroles, quien definió al autor como un seductor de la palabra, un hombre cruzado por la pasión.
Recordó su generosidad con los autores jóvenes, a quienes nunca dejó de impulsar. "Por algo murió el día del maestro", observó.
Como comentarista político, fue una pluma para tenerle miedo. "Su posición liberal y progresista lo llevó a comprender los límites de los ensueños de los 60 y a fortalecer las libertades como única ruta hacia la gran libertad".
Siempre discutió su México, dijo, un México que deseaba mejor y más próspero, a la altura del mundo.
Tras los discursos, vendrían las guardias de honor.
La gente en la explanada, mientras tanto, exigía entrar, entre ellos figuraba desde el seguidor fiel hasta el oportunista, Rafael Acosta “Juanito”, quien aseguró haber leído de Fuentes Cien años de soledadEntre ellos también estaban invitados que sólo pudieron accesar hasta que concluyó el homenaje oficial, como Raúl Renán y Carmen Parra.
Los restos del autor fueron incinerados y serán trasladados a París, como dispuso. París, porque ahí vivió con Silvia Lemus su primer año en común y, sobre todo, porque ahí descansan sus dos hijos: Carlos y Natasha, dos pérdidas muy tempranas que Fuentes nunca superó.

4.5.12


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Cosas que he visto salir por una ventana:
Unos pantalones desde un tercer piso en Palermo, junto a la voz de una gorda que gritaba “¡i pantaloni!” Y yo con los pantaloni a la altura de mi cara, sujetándolo con dos dedos.
Una maceta desde un balcón en Oaxaca que casi descalabra a Peter, mientras tomábamos vino en un café de los portales.
Un avioncito de Aeroméxico.
Un rehilete.
La sombra alargada de una mujer desde un tejado, aunque no era una ventana.
Los ojos de un suicida y después el suicida; hecho mierda contra el suelo desde el quinto piso del Hotel Marqués del Valle.
Nuestro perro Brandy, amortiguando la caída con el barandal del balcón para luego continuar su trayecto seco hacia el suelo.
La música del piano de Beatriz Espejel, a quien había conocido en la presentación de una traducción de Cavafis, en Casa de Lago.
Muchos gritos: “¡Ya bajo!”, “¡No encuentro las llaves!”, “¡Chinga tu madre!”
Olor a comida: chile quemado, mantequilla, pescado, papás al horno, pipián, queso raclette.
Un huevo y varias llaves.
La llave de la casa que arrojaba encabronado papá cuando llegaba de madrugada.
La llave que me dio en el ojo.
La llave que me dio en los huevos.
La llave del departamento de Rivera; del llavero colgaba un pandita anaranjado.
La llave del departamento de Omar en la Roma. ¿Qué será de Omar?
La llave de la casa de Ricardo, quien no quiso saber más de mí cuando salimos una noche y conocí en el baño del antro a Omar.
¿Qué será de Omar?
La llave de la casa de Luciana después de volver de los cursos de alemán, en Zúrich.
La llave de la casa de los abuelos de Lena, ya en el DF.
La llave de la casa de sus papás.
La llave de la casa que le aventaba María a Roberto Benigni en La vita e bella.
Una llave de tuercas.
Las persianas de mi viejo departamento en la Insurgentes Mixcoac desde el décimo piso, contorsionándose en el aire, algunas estacionándose entre los cables de electricidad y los árboles, formando una constelación que encontré hermosa.
El vecino del 1003, en el mismo piso, aunque yo no lo vi, pero lo tengo presente: siempre amable y callado.
Las burbujas de jabón que soltaba a volar desde un segundo piso una niña preciosa con un moño rojo del tamaño de su cabeza.
Un Fernando Andriacci en Oaxaca, cual frisbee; acto vandálico de un par de borrachos. Habíamos bebido, ahora lo pienso, demasiado.
Un árbol de navidad seco.
Un escupitajo.
Una guácara.
Una colilla.
Una silla.
Un condón usado.
Una buena orinada de un grandísimo borracho hacia la fiesta en un jardín de una casa en El Pedregal, desde la ventana del baño.
Los besos que lanzaba desde un piso superior una puta elegante en Ámsterdam.
Las canciones de Cristóbal desde su cuarto en la hacienda mientras se bañaba.
Las tetas grandísimas de una morra en Hedingen; casi se viene de boca.
El boxer brief de un chico sobre la calle de Cádiz.
La mirada de un anciano detrás de una cortina blanca.
Mario fugándose, nada grácil, de su casa.
Mi mochila amarilla desde el quinto piso del edificio de la universidad, la Septién García.
La gorra de Adrián durante un simulacro de sismo en la prepa: “¡Sálvate tú!”
Un libro de matemáticas por la misma ventana que la gorra, introducido ilícitamente para un examen que igual reprobamos.
Un Frankenstein del 70.
Un osito de peluche que cayó en mis manos.
El olor del perfume de mi tía, Giorgio Beverly Hills, versión clásica.
Un partido de futbol.
Una estación de radio bogotana.
El noticiero con Joaquín López Dóriga.
Una canción de The Velvet Underground.
Otra de Sigur Rós, Hoppipolla, y yo deteniéndome en la banqueta, encendiendo un cigarro, recargando las nalgas en la puerta de un Mustang, dispuesto a escucharla.
Otra colilla, esta vez encendida.
Un avioncito espléndido de papel.
Un olor como a muerte.
La sensación de que en un piso alguien se estaba matando.
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