18.10.15

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En alguna ocasión llovieron Flipys sobre Oaxaca, arrojados desde un helicóptero, sujetos a pequeños paracaídas de nylon, en un espectáculo que mis hermanos y yo encontrábamos insólito; Flipys firmes, como soldados descendiendo por cientos en territorio enemigo. Y nosotros saltando la alegría, cachando pastelillos, tragándolos. Vivíamos en el número 101 del Callejón de la Paz, en la Colonia Figueroa. Algunos cayeron en la azotea y otros en el jardín o la calle; muchos más en el terreno de junto, un inmenso baldío, y otros tantos en la barranca de enfrente de la casa. Siempre nos estuvo prohibida esa barranca, aunque podía bajarse y seguir un tramo de un arroyo hediondo en el fondo que iba en dirección hacia donde se espesaban los árboles y la hierbas, hacia la boca de una tubería por la que el agua seguía su camino ya por debajo de las casas. A la barranca solía bajar el vecino para cogerse a su novia, un chico moreno muy fuerte, de cabello rizado y dientes muy blancos, que vivía en una casa de lámina al principio de la calle. Creo recordar que se llamaba Alejandro, y allí estaba cuando los Flipys, y me llevó a la barranca porque allá abajo, me dijo, había aterrizado un cargamento; a donde el arroyo, a donde los árboles y la hierba, a donde su novia, a donde sus muslos morenos desnudos y su verga apuntándome, como un Flipy firme. ¡Han vuelto al mercado los Flipys!
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