30.4.12

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Bridget, por Man Ray.
Bridget Bate Tichenor (París, 1917-Ciudad de México, 1990) fue una aristócrata que un día decidió irse a vivir a un rancho de Michoacán, en Ario de Rosales. Quedaban atrás Los Ángeles, Nueva York, París, Londres, Roma, junto a pasajes que la habían hecho coincidir con surrealistas como Bretón, Dalí, Ernst, Man Ray o De Chirico, con quien tomó muy joven clases de dibujo.
Estaba emparentada con la realeza británica, aunque en línea ilegítima; era hermosa y de gran talento en el arte. Su padre había inventado la ambulancia, según ella misma contaba, y su madre adentró a Coco Chanel en las altas esferas de Europa. "Era un personaje de alto linaje, pero tímido, ¿me entiendes?, timidísima", recuerda Carlos de Laborde, uno de sus principales coleccionistas.
Gustaba de una vida austera. En su rancho, por ejemplo, no tenía electricidad, cuenta quien fuera su amigo, el también surrealista Alan Glass. "Tenía un Jeep y muchos animales: guacamayas, perros, carneros, entre jardines y tierras. La suya era una gran casa que ella misma había dibujado, sin comodidades, pero que era el lujo verdadero; un lujo sencillo, el de una persona de un gusto exquisito que sabía lo verdaderamente importante en la vida. Leía bajo la luz de las lámparas de petróleo".
En el punto más alto de la casa estaba su taller, de donde habrán surgido muchos de los óleos que ahora reúne el Museo de la Ciudad de México para presentar, a partir del 16 de mayo, la primera exposición de la artista en un museo, a 22 años de su muerte, Bridget Tichenor en México.
Se trata de un redescubrimiento, asegura la directora del recinto, Cristina Faesler: "La muestra es una monografía en la que queremos que el público descubra a un personaje de quien se sabe poco. Van a ver todas sus temáticas, totalmente surrealistas. Hablo de personajes fantasmagóricos, animales mitológicos, sus relaciones con el sueño una y otra vez. Tienes, por ejemplo, el cuadro precioso de una mujer zorro, Lady into a Fox, que es ella misma; además de muchas máscaras y paisajes platicados desde el sueño".
Su obra se acerca a quienes fueron sus amigas en el DF, donde también vivió, sobre la calle de Tokio: Leonora Carrington y Remedios Varo. En su círculo asoman además Luis Barragán y Mathias Goeritz, quienes la convencieron de radicar en el país, donde viviría desde 1953, y Kati Horna, Edward James, Pedro Friedeberg, Cristina Bremer, Lola Álvarez Bravo y, una musa, María Félix, a quien retrató en un par de ocasiones.
Fueron Inés Amor, Antonio Souza y las Pecanins quienes llegaron a exponerla en sus galerías, pero fue vista poco.
Glass aún se acuerda de cuando la conoció en la década de 1950: “Fue en un penthouse de un hombre de negocios sueco, Eric Noren. Nunca había visto a una persona semejante. Estaba en la cama, con todos sus perros alrededor, como en una imagen del Siglo XVIII. Todos los perros eran chihuahuas, aunque tenía también un buldog maravilloso que se llamaba Bibi”.
Recuerda que siempre fue muy excéntrica, pero modesta cuando se trataba de su obra: “Exponía una vez cada siete años. Pintaba para ella".
Según Mauricio Marcín, curador del Museo de la Ciudad de México, decidió retirarse al rancho de Ario de Rosales porque buscaba pintar en la soledad. “Y ésa es una de las razones por las que su obra casi no se conoce: no estaba dedicada a la autopromoción y, hasta donde yo entiendo, era cuidadosa con mostrar lo que hacía”.
Cuentan quienes la conocieron que incluso escondía sus cuadros cuando un visitante entraba a casa. Dicen, además, que eran caros porque no le interesaba venderlos. "El que quiera un cuadro mío, que se lo lleve, pero caro, si no, que aquí se quede", la escuchó decir De Laborde.
Entre sus maestros figuraron Paul Cadmus y George Tooker, de quien aprendió la técnica del témpera al huevo. "Era muy delicada. Tenía pinceles de un sólo pelo... Podía tardarse años en pintar sus cuadros", dice Marcín.
Meses antes de morir, enferma de cáncer, en el Centro Cultural Nigromante de San Miguel de Allende se le rindió un homenaje exhibiendo un muestrario de su obra.
Bridget Tichenor en México será la muestra más representativa al reunir más de 100 óleos, cuando, a decir de De Laborde, no pintó más de 300. Reúne también dibujos y dará pie a la publicación del primer libro sobre su obra. Además se proyectará en salas Rara avis, entrevista documental que le hiciera Tufic Makhlouf.
"Es cierto que tuvo una vida interesante, y que sus obras son producto de esa vida", subraya Marcín, "pero se trata de centrarnos en Bridget como la espléndida pintora que fue".
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Las imágenes son cortesía del MCM, a excepción del retrato, que lo tomé de Wikipedia. El primer óleo no tiene título; el segundo es "Homenaje", donde representa como huevos a personajes de la diáspora surrealista mexicana, entre ellos Leonora Carrington, Edward James, Kati Horna, Remedios Varo y Alan Glass. El texto se publicó en Reforma el viernes pasado.

27.4.12

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"El cine es como la vida, pero desde afuera y sin los riesgos, como verla simplemente pasar..."
Jorge Fons apenas se da cuenta que habla desde las butacas, como espectador, quizá porque se considera, antes que cineasta, cinéfilo.
Cuenta con una carrera que se acerca al medio siglo, director de cintas fundamentales de la cinematografía mexicana, entre ellas el corto Caridad o largometrajes como Los albañiles, Rojo amanecer y El callejón de los milagros, que proyectó a la Hayek.
"Es el cine la vida de los otros, los demás, es entrar a una recreación, a una reorganización de la vida; una vida de otra manera y con otros propósitos. El cine se hace para ver la vida, para vivir de otra manera. Emilio García Riera, por ejemplo, decía que el cine es mejor que la vida".
―¿Y usted lo cree?
―Creo que exageraba. Le gustaba exagerar...
―O sea que la vida tiene lo suyo.
―Sí, cómo no. Claro que la vida tiene lo suyo.
Dice Fons que ha disfrutado su carrera como ninguno, pero insiste que lo suyo es ver cine.
"A mí lo que más me ha dado el cine es la posibilidad de verlo, aunque claro, he tenido la suerte de hacerlo, de experimentarlo con mis propios ojos y mis propias manos, aunque nunca he esperado que me dé algo de regreso. El cine, para mí, ya me daba lo suficiente".
Nació en Tuxpan en 1939, aunque su primera niñez la pasó en Tehuacán, Puebla, hasta los 6 o 7 años. Luego se mudarían a Tlalnepantla, Estado de México.
"En Tehuacán iba mucho al cine con mis hermanas mayores. Había un cinito muy viejo que se llamaba Cine Morelos, y luego me tocó ir a la inauguración del Cine Reforma. Proyectaban, desde luego, cine mexicano. Se exhibía mucho cine mexicano, y eso es algo que acentúo porque ahora no, se exhibe poco, a cuenta gotas".
Tlalnepantla lo vería convertirse en el "cinéfilo empedernido" que dice ser. Trabajó desde muy chico, prácticamente para pagarse sus entradas. Era aprendiz de rotograbado en una cooperativa editorial. Ganaba 6 pesos, que era mucho. Los boletos, en permanencia voluntaria costaban 25 centavos en galería, y 60 en luneta.
Entonces veía de todo, era un niño.
Hoy pondera un cine sobre los otros. El italiano, por ejemplo, sobre todo el neorrealista, con exponentes como Rossellini, Visconti o Pasolini. Se inclina además por Buñuel o la cinematografía francesa, la Nueva Ola, así como algunas individualidades: Kurosawa o Bergman.
Hace espacio también al cine nacional: Gavaldón, El Indio, Bustillo Oro... "Ese cine es entrañable; es como la comida de mamá. Uno siempre está buscando sus sabores".
Pero Fons, el cineasta, comenzó haciendo teatro, primero a través de un grupo que conformó en Tlalnepantla; luego con Seki Sano, Julio Ruelas y Juan José Ibáñez, para después montarlo de forma independiente.
Si no hizo cine desde antes su primer trabajo fue el corto Pulquería La Rosita, 1964― fue porque el gremio estaba cerrado. Cuenta que el sindicato decía que había más directores que películas y no facilitaba ingresos, mientras que filmar de forma independiente era más difícil que ahora.
"Pensé que iba seguir haciendo teatro toda mi vida, pero ya no me fue posible porque el cine de pronto me comenzó a jalar".
Vendrían cintas como El quelite y Los cachorros.
Con Los albañiles, de la mano de Vicente Leñero como guionista, renovaría en la estructura al llevar la narración a una suerte de rompecabezas; Rojo amanecer la rodaría casi en su totalidad en un departamento, convirtiéndose en un símbolo del 68 mexicano, mientras que en El callejón de los milagros, también con Leñero, volvería a la desfragmentación al contar una misma historia desde tres perspectivas.
En casi 50 años de carrera, Fons ha rodado una veintena de títulos, dándose pausas grandes. En los 70, por ejemplo, rodó una decena de películas, mientras que en los 80, tres; en los 90, una, y en lo que va del siglo, dos: La cumbre y El atentado. Se debe también a su incursión en la televisión, para la cual ha dirigido telenovelas como La casa al final de la calle, El vuelo del águila y, recientemente, Una familia con suerte.
"He dejado a veces de hacer películas, pero nunca de ser cinéfilo", advierte el cineasta.
Asegura que elegir un proyecto no es sencillo, pues siempre se quiere aspirar a más y los proyectos no siempre acaban por convencer, y es por eso que prefiere no adelantar planes futuros.
"Si se me atraviesa en mi camino la película que quiero hacer, prometo estar al alba para pepenarla, y si no, espero que alguien más la haga".
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