7.11.10

Destino

:
Siempre he tenido la costumbre de levantar de la calle asuntos que no me incumben. Uno de ellos son los papelitos. La curiosidad, creo, o el morbo, me llevan siempre a recoger destinos involuntarios.
En fin que el papelito era muy claro: "16 de Septiembre esquina Motolinia, 5-6".
Eran las 5 con 30 y el cruce estaba cerca, así que caminé un par de cuadras sobre Gante en dirección a la esquina…
Seguir este tipo de instrucciones refieren locura o sinquehacer. Yo las tomo como un juego y suelo en eso jugarme hasta la vida.
Pero, ¿cómo explicarme?
Digamos que me gusta pensar que existe una suerte de anunciantes que andan por el mundo lanzándote pistas. Y en esto tuvo que ver Cortázar, obstinado de las coincidencias y esas cosas, y Ursula K. Le Guin, reflejada en una mujer que en uno de sus cuentos, alejada de todo, en una casa de playa, se ponía a leer la escritura de las olas en la arena.
Pensaba un poco en ellos cuando comencé a jugar este absurdo, aunque cada vez menos, por desidia.
El juego consiste en entregarse, echar el cuerpo hacia las pistas que indican los papelitos. Pueden leerse también en un grafiti, en el destacado que alguien hizo con la pluma en el periódico; llegar incluso en la forma de un tipo.
Por ejemplo, estás en un parque o la fila del banco. De pronto te aborda un hombre y te pregunta por el número 723 de Tamaulipas.
El tipo acabará por esfumarse, como todo anunciante, pero tú un día vas y timbras en el 723 y sucede que abre quien podría ser el hombre o la mujer de tu vida. Intenta ingresar en su contexto, puedes comenzar vendiéndole seguros o galletas, sin pasarse de gandalla, por supuesto, porque entonces se te viene la realidad encima y te demandan por acoso, pinche enfermo.
O bien, el 723 pudo haber sido un centro krishna y entonces, si hay cojones, tu destino.
Otro anunciante puede ser el que te confunde, como aquella que me inició en el juego.
Estaba en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, un poco ansioso porque esperaba un vuelo que me devolvería a México después de algunos meses, cuando se me acercó una mujer como si fuera un gancho al hígado.
―¿Tú eres escritor, verdad?
Yo tenía 18, escribía porquerías, vivía en el desmadre, ¡cuál escritor!...
―Sí― le dije ―Soy escritor.
La mujer me pidió un autógrafo y me quedé pensando en el absurdo, sobre todo porque se lo di, buscando divertirme un rato y tomarle el pelo. Luego le eché un vistazo y la vi perderse entre la gente.
Me pregunto, ¿qué habré firmado entonces?, ¿qué sentencia? Y, sobre todo, si fui yo quien le tomó el pelo.
El caso es que la vieja me hizo escritor y de esto nomás no vivo.
Por eso a veces suelo ser cauto, como esa vez de Motolinia, que estando cerca del cruce dije que no, que hoy no le entraría al absurdo y di media vuelta.
La tarde fue fatal. Mis amigos me dejaron plantado en un bar del Centro y la cerveza estaba tibia. Me dirigí al metro, atascado, y arriba los taxis ni siquiera se detenían. Volví andando con la sensación de que ese destino que estaba cruzando simplemente no me correspondía y que el mío se había quedado esperando en esa esquina.
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